Muy joven, cometí mi primer acto delincuencial(Jorge Arévalo)
Muy joven, cometí mi primer acto delincuencial.
Soy
partidario y un total convencido, que todos deberían irse a la tumba después de
saldar sus deudas, y saldar las deudas de todo tipo, sobre todo aquellas que asumimos en el
quehacer político o social, y que perjudican a las poblaciones. Pero la muerte
o la vida tiene una manera distinta de operar, que hace que no se cumpla mi
pensar y mi buen deseo. Porque muchos se van sin saldar sus deudas.
Mi
primer acto delincuencial lo cometí, allá por el año 1972, entre los 16 y 17
años y se relaciona directamente con un estado económico familiar calamitoso,
por así decirlo en términos prudentes, situación que no la deseo a nadie. No es
mi intención justificar los actos de delincuencia, y en consecuencia concluir
que todos los que viven mal económicamente deberían tener licencia para
delinquir, por favor no me mal interpreten. No soy de pensar, ni actuar así.
Pero
sucede que cursaba el tercer año de secundaria y la economía familiar se mostraba
en rojo, las opciones que se presentaban
no eran muy halagadoras: Una primera, abandonar los estudios y volver a mi
tierra para incorporarme a las labores agrícolas. La segunda, viajar a la
ciudad de Piura y empezar a trabajar de lo que fuese. La tercera, trabajar en
Chulucanas y estudiar de noche. De manera que decidí quedarme en Chulucanas,
para seguir estudiando, desde luego a costa de todo, porque a eso habíamos venido.
En
los momentos difíciles, la película de tu vida pasa repetidamente por el cerebro,
como tratando de encontrar dónde, cuándo, por qué y por quiénes se jodío la vida.
Pero no había lugar para los reproches, se que recibí de mis padres todo lo que
me pudieron dar. Estaba sumergido en esos arrebatos locos de desenredar el
ovillo para encontrar una salida, cuando caí en la cuenta que el señor Rijalba
siempre me había propuesto que juegue para su equipo de futbol, que por ese
entonces le iba muy mal en la primera división
de la liga distrital de Chulucanas.
Así
que aproveche una tarde mientras jugábamos al futbol, para preguntarle si
seguía interesado en que yo jugara para su equipo. Confirmo que sí. Le mentí, manifestándole
que había hablado con mis padres y que me darían permiso para jugar en su
equipo, pero era menor de edad. La mayoría de edad se adquiría por ese entonces,
a los 21 años. Requisito indispensable era conseguir una carta simple, de
autorización de mi padre o de mi madre. Me estaba poniendo yo mismo, la valla
muy alta. Ni la negrita conversadora, ni
el tipo de poco hablar que era mi padre, firmarían una carta que implicaba
riesgo, porque mi contextura tiraba para alfañique y un defensa mal
intencionado, podía causarme una seria lesión. Jugaba en mi tierra y recibía
golpes como todos pero ninguno de consideración.
Pero
sin más ni menos le dije al señor Rijalba, que el fin de semana que viajara a
Talandracas, le traería la carta de autorización. El tipo no estaba para mucha
espera y me propuso que me tomara las fotos y empezara hacer los trámites y
cuando trajera la carta la anexaba a la solicitud de inscripción y asunto
arreglado. Así que al día siguiente cuando salí de clases, estaba esperándome
en la plaza de armas de Chulucanas, para
que los fotógrafos ambulantes me tomaran las fotos o me monearan, como decían
los fulanos en broma.
Ya
me veía jugando en el estadio Miguel Estévez, de Chulucanas, sería un secreto
guardado bajo siete llaves. Desde luego que no me atreví a comentarle los
planes a mi madre Etelvina, señora que nunca
fue a verme jugar, la que no se perdía partido alguno era mi madre
Sobeida, que sufría mucho cuando me golpeaban.
En
ese entonces mi hermano ya tenía una máquina de escribir, de manera que
aproveche que él no estaba, para redactar la carta de autorización y procedí a
falsificar la firma de una de mis madres. El lunes muy temprano pase por la
casa del señor Rijalba, dejando la carta de autorización y el día miércoles
recibí la noticia que estaba formalmente inscrito, que debutaría el día domingo
me hizo una paga de treinta soles de oro y asumió el compromiso de pagarme diez
soles de oro por semana.
Ya
estaba contratado y debía resolver dos problemas, primero como justificaría el
ingreso del dinero de treinta soles a mi bolsillo y el segundo como completar
la pensión semanal después que se terminen los treinta soles, dado que el pago
por comida y alojamiento era de trece soles semanales.
Debo
reconocer que la vida es la vida, y ha creado a los amigos, ya con el correr de
los años, se empezó a reemplazar a los amigos por los testaferros. Pero el caso
es que hable con mi amigo Joaquín Montero, para que me ayude a justificar ante
mi madre el ingreso del dinero, y le conté que era él quien me los había
prestado. Ante tanta generosidad, cada vez que Joaquín venía al campo conmigo,
era muy bien atendido. El “muy”, es lo extra, porque en casa mis madres siempre
atendían bien al que llegaba, sea caserito o recién presentado.
¿Cómo
completar, los tres soles restantes para el pago de la semana?
El
día de mi debut, llegué temprano al estadio, el delegado, presidente,
secretario, dueño y el resto de cargos recaían en el señor Rijalba, nos
hizo ingresar, de pronto me llama un
señor gordo y blanco que ya lo conocía, era don Carlos Vilela, que poseía una
de las bodegas de abarrotes más grandes en Chulucanas y que iba los domingos al
estadio a relajarse. Me acerque y me interrogó, para que equipo juagaba y en
que puesto, le respondía que para el Apurímac, que iba de medio campista
creador, hasta puntero derecho.
¿Quieres
ganarte una platita? Me dijo.
De
qué se trata, le respondí.
Te
doy un sol cincuenta, pro guacha que le hagas a un jugador, pero yo te voy a
elegir a los jugadores que debes hacerle guacha.
La
propuesta no era indecente, así que en el acto hicimos trato. Como yo no
conocía a los jugadores rivales, me dio números.
En
el momento previo para saltar a la cancha, recibimos la charla, que más que charla era una arenga
para levantarnos el ánimo. En la cancha reconocí a los actores, que debían
ayudarme a completar la pensión. Se inició el juego y pensaba en la llegada de
la oportunidad para hacer la guacha, en mi poca
experiencia sabía que al rival no le hace gracia que le hagan una
guacha, porque es dejarlo en ridículo. Además eran en cuerpo, el doble o el
triple, que yo. Pero estaba justificado correrse el riesgo, porque es para
completar la pensión y seguir estudiando.
Cuando
se presentó la oportunidad, hice mi primera guacha y mire a la tribuna
rápidamente para que se haga el registro y después cobrar, vi como don Carlos
Vilela se reía a carcajadas. De verdad lo disfrutaba, se reía como si estuviera
en un circo. Al final del encuentro y cuando estaba saliendo del estadio, me
entregó un billete verde que equivalía a cinco soles, porque hice más de una
guacha. Pero salí temeroso del estadio, porque era posible que el rival me
estuviera esperando para cobrarse a golpes el acto de ridículo que le había
hecho pasar. Felizmente nunca sucedió eso.
Después
de cada partido, recibía los diez soles, o libra como se le conocía, iba al
mercado lo invertía en la compra de productos para llevar a la casa, puesto que
mis madres vendían comida, y necesitaban de ese tipo de productos.
Mi
negrita nunca se enteraría, de la falsificación de la firma y de mi pase por el
futbol en Chulucanas, porque entre todos los asuntos que conversamos nunca se
tocó el tema, pero ese acto delincuencial, me permitió seguir estudiando y
concluir la secundaria. Luego vendrían otros actos delictivos, pero de menor
cuantía.
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