Nací en Talandracas.(Jorge Arévalo)


Nací en Talandracas

Cuando digo que he nacido en un pueblito llamado Talandracas, me preguntan entre broma y sorprendidos, si es verdad que ese pueblito existe. Les respondo que sí, que es más real que el pueblo de Macondo, del gran Gabriel García Márquez. En los registros del tiempo de los terratenientes, aparece como Hacienda Talandracas – Poclus. Y es que mi pueblo, durante mucho tiempo no apareció en el mapa de Piura, la razón es que tenía por mucho tiempo la categoría de caserío y el nombre es muy largo. Hoy es un centro poblado menor, con viviendas que cuentan con luz y agua.

Talandracas como caserío, se ubica en una loma no muy alta, de aspecto torcido y alargada, que se asemeja a una serpiente en plena retirada, es de suelo pedregoso, en su inicio se podían apreciar las casas de paredes construidas con horcones, vigas y tabique de algarrobo, revestidas con barro, con techos de teja, que con el correr del tiempo cedieron el paso a las construcciones de casas con paredes de adobe, techos de calamina y algunas de material noble. La loma corre en paralelo al río Charanal, río que sólo en los meses de lluvia se muestra con gran caudal y se vuelve atrevido, pasada esa época no es más que un río mosca muerta.

Casa Hacienda Talandracas. Piura década del sesenta. Cortesía de la familia Sandoval Carbajal.
Nací en Talandracas, en una época donde casi todos al nacer eran recibidos por la partera, que luego al crecer nos recordaba los servicios que había prestado y desde luego que asumimos con ella una deuda permanente.

Allí nací y me crie, tiempos en el que el intercambio comercial de los productos como el maíz, arroz  y las menestras se hacía teniendo como unidad de medida el quintal, la libra y la onza. El quintal contenia cuatro arrobas, la arroba, es igual a  veinticinco libras y la libra a dieciséis onzas. La yuca se intercambiaba por alforjas. El algodón, por cargas. En los productos líquidos se hablaba de botella, media botella y un cuarto. Para la venta, de las salchichas y las rellenas de chancho, se ofrecía por cuartas. Los limones y mangos, por cajas, cuartillas y cientos. El kerosene se vendía por latas, galonera y botella. La chicha de jora tenía como unidad de medida, la lata y la jarra. Las guabas y las cañas por docenas y cientos. El panadero por la compra de su producto, nos daba el vendaje. En las labores agrícolas y en la venta de los terrenos se mencionaba la cuadra, la brazada y la vara. Para las labores del  desyerbo y la ciega de arroz, se mencionaba la poza, un área cuadrada, con medidas de doce varas por los cuatro lados.

Época del reinado de la infundia, que se preparaba sobre la base de la grasa de las aves de corral y sobre todo de la gallina, producto muy requerido por las componedores que la utilizaban para aliviar la torcedura de huesos  y las estiradas de tendones, la usaban como frotación algo así como en estos tiempos el charcot casero. Que yo sepa nadie cuestionaba sus dones curativos pero es cierto que todos lo usábamos.
En mi pueblo, casi todas las familias, recurrían a las hojas de la planta de cuncun, para curar el mal de aire, y algunos rezadores para vencer al chucaque se apoyaban  en el humo de los cigarros sin filtro y que eran de la marca inca.

Tiempos aquellos, cuando de niños pedíamos de propina medio sol, una peseta o un real y verdad, en el tambo de la Elvita y de la señora Teresa, estas monedas eran bien respetaditas, porque tenían valor. Con una peseta se llenaban nuestras manos de niño, con confites en forma de pera y galletas chicas con la silueta de animalitos.

Cuando llegaba el turno de tener zapatos nuevos, los mandaban a confeccionar y el zapatero muy atento sacaba su lápiz y trazaba en un pedazo de cartón  la plantilla del pie y traía los zapatos bien a la medida. Claro que las madres le indicaban que lo haga un poco alargadito y holgadito para que dure un tiempito. Tiempos aquellos en el que resultaba normal, cortarle la punta al zapato para que los dedos no se sientan apretujados. Y la huella de la plantilla de los zapatos, quedaban estampados en el piso de tierra, acompañados de las marcas de los dedos.


Casa Hacienda Talandracas. Piura década del sesenta. Cortesía de la familia Sandoval Carbajal.


Momentos en el que ayudabas a ensartar la aguja a la abuela y te llenaba de elogios, por ser un niño atento. Prender puntualmente el candil y saber hacer funcionar la petromax te posicionaba en un nivel más alto con relación a los de nuestra camada, que no sabían hacerlo.

Tiempos idos, en el que la pelea era a puños, de uno, a uno y no se valía patear al rival cuando se encontraba caído en el suelo. Pero lo que más añoro de aquellos años de niño, es el hecho que todos los pobladores nos tratábamos de familia y que todas las casas del pueblo eran nuestras. El pueblo era una especie de familia grande. Al punto que nos sabíamos de memoria, el nombre de los perros, reconocíamos a los chanchos y burros que poseía cada familia.

Nací y me crie en tiempos que las ratas eran animales inocentes y confiadas, se dejaban cazar y hasta se hacían matar por un pedazo de queso, o de carne y cuando no en las casas de  los más pobres, arriesgaban su existencia por un puñado de maíz sancochado. En todas las casas, las familias poseían una trampa que se accionaba cuando la rata rozaba un alambre recto que originaba la caiga veloz de un alambre en forma de “U” y era en realidad una prensa, capaz de partir a la rata o al ratón en dos partes iguales. Hoy las ratas están organizadas y hasta participan de la actividad política, no se dejan cazar fácilmente y lo que es peor, les tenemos temor, por eso es que siguen una línea de crecimiento ascendente. Y todo indica que conviviremos con ellas, por cientos de años.
Tales tiempos, que por la mañana llegaba a mi pueblo, un camión para trasladar a la gente a la ciudad de Chulucanas, de manera conjunta con animales, cajas de limón y sacos de yuca. De niño me percate que las familias de mi pueblo no conocían el ropero, por lo que guardaban la ropa de vestir en unas cajas grandes de madera en las que colocaban bolitas de alcanfor para conservarla. La caja grande siempre venía con una pequeña cajuela, en la que se guardaba la plata, tanto la caja, como la cajuela tenían una chapa que se accionaba con una llave de tubo.

Nací y me crie en un ambiente, donde las madres para convocarnos se posicionaban en el medio de la calle, vociferaban nuestro nombre y se aliaban con el viento para que en tercera o cuarta llamada nosotros escucháramos y salíamos corriendo rumbo a la casa.
Me crie en medio de personas que su mejor forma de medir el paso del tiempo era escupiendo al suelo, por eso cuando nos encargaban hacer algo decían: “ya voy a escupir” y allí empezaba a correr el tiempo en forma regresiva para nosotros. Y nos veíamos obligados a aligerar el paso. Típica frase, “a orinar y hacer ollas”, que significaba, que los menores de edad, no éramos parte de la conversación de los mayores.

Etapa de niño, donde el guardia civil tenía poco trabajo, porque los ladrones de yucas, naranjas y mangos estaban plenamente identificados y se diferenciaban del ladrón de chanchas y cabras. Ante cualquier denuncia, lo notificaban y se presentaba, no había que hacer mucho trabajo de inteligencia. Los caballos asignados al puesto de la guardia civil de mi pueblo, pasaban buena vida, casi todo el año descansaban. Y allí que se valía aplicar el término que dice: “Hasta para ser caballo, hay que tener suerte”.

Casa Hacienda Talandracas 2016

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